Ressenya del llibre El paisaje lingüístico de Sevilla. Lenguas y variedades en el escenario urbano hispalense. Lola Pons Rodríguez. Sevilla, Diputación de Sevilla, 312 pp.
Per Gabriel Alomar Garau
Publicada a Verba. Anuario Galego de Filoloxía, Vol. 41, 2014.
Los nombres de lugar –y la lengua en la que se expresan estos topónimos–, los que el hombre utiliza desde que se comunica con otros hombres para determinar la localización de un lugar en el espacio vivido, y singularizarla mediante un nombre, son una manifestación y un testimonio de la sociedad del momento. Partiendo de esta primera premisa, Lola Pons Rodríguez ha elaborado un retrato de la transformación social de la ciudad de Sevilla mediante el examen analítico de la presencia u omisión de las lenguas del mundo en el espacio público hispalense. Este retrato, esta expresión visible de los signos soportados (semi)estáticamente, es decir, el lenguaje que vemos expuesto en la rotulación de carácter comercial, institucional o conmemorativa, los anuncios particulares, la señalización vial y toponímica oficial, las pintadas, las incisiones no publicitarias y otras tantas formas de expresión escrita pública, se denomina “paisaje lingüístico”. Y es precisamente esta denominación la que atrae la mirada y el interés de aquellos que nos dedicamos no sólo al análisis de los fenómenos que acontecen en el ámbito de la superficie terrestre –la misma toponimia lo hace–, sino, sobre todo, al paisaje y a su riqueza semántica.
El caso es que el concepto de paisaje, desde un punto de vista semántico, se ha ampliado sustancialmente de un tiempo a esta parte. Su origen está vinculado al arte, y fue con la llegada de la pintura romántica que se instauró un género específico, el de la pintura de paisajes. El mismo vocablo aparece tardíamente en la lengua castellana, cuyo primer diccionario de la Real Academia Española, el Diccionario de Autoridades publicado entre los años 1726 y 1739, recoge la siguiente y única definición referida al “paisage”: “Pedazo de país en la pintura”. De esta manera, el paisaje se concebía entonces como la representación artística de una parte del territorio. Esta concepción no sólo ha sido ampliada o superada, sino que se ha sofisticado, si se me permite la expresión, hasta el punto de que el paisaje se concibe en la actualidad como un constructo o elaboración mental y sensorial que hace cada observador cuando encara un determinado escenario. Todavía más, este escenario no se reduce a la parte visible del territorio observado –lo que se viene a llamar paisaje propiamente dicho–, sino que es susceptible de incluir su parte sonora –se habla entonces de paisaje sonoro–, su parte gustativa –paisaje gastronómico– y tantas partes como se convenga. Por esta misma fórmula, la naturaleza, el medio, constituye sólo el elemento físico, que el hombre sublima y convierte en una entidad estética y emocional que llamamos, ahora sí, paisaje. En un sentido amplio, por tanto, la noción de paisaje apunta a los sentidos y a la emoción humana, y es muy interesante la observación según la cual nuestra percepción o representación mental del espacio y de la realidad misma está inducida por el arte, circunstancia a la que Alain Roger se refirió en su día con el nombre de “artialización”. Por último, no cabe duda de que esta percepción sublimada de la realidad física es fundamentalmente cultural –la cultura de cada época–, ya que, en palabras de Javier Maderuelo (2003: 119), nuestra mirada “es el fruto de la acumulación y decantación de experiencias visuales que pasan por la contemplación de múltiples fenómenos nuevos, anteriormente inexistentes”.
A partir de estas consideraciones, y en el caso de este libro, la idea del paisaje lingüístico pretende dar cuenta del uso social del lenguaje aplicado a la toponimia urbana de Sevilla, y de la imagen que proyecta en nosotros ese uso –de ahí la idea de “paisaje”–. En palabras de su autora, las que mejor definen su objetivo, el libro “es una obra sobre sociolingüística urbana, conciencia lingüística y lingüística de la migración en la que se cuantifican, describen y explican las lenguas distintas del español y variedades distintas del estándar que pueden encontrarse en Sevilla” (www.nosolodeyod.com/2013/02/el-paisaje-linguistico-de-sevilla.html). La prospección visual del territorio con la finalidad de obtener una base de datos del lenguaje escrito en el variado escenario urbano no es nueva. Sin embargo, la novedad del trabajo de Lola Pons Rodríguez reside no sólo en la extensión territorial de los datos recogidos –los once distritos administrativos de la ciudad hispalense al completo–, sino también en su gran interés metodológico. De hecho, el libro aporta un esquema de trabajo susceptible de ser aplicado a otros ámbitos urbanos de España y de la América de habla española.
El ámbito temporal escogido es el del año 2010, y el ámbito espacial, como se ha dicho, el de la ciudad de Sevilla, un territorio en el que las formas escritas del español histórico conviven con voces de otros idiomas. Esta coexistencia se debe, por una parte, a la presión demográfica que soporta Sevilla, cuarto municipio español en número de habitantes –poco más de 700.000, según datos del año 2012–, de los que una fracción significativa es población inmigrada. Por otra parte, se debe a la huella económica del sector de los servicios, orientados básicamente a la demanda turística. El turismo, de hecho, se erige como origen y final de un sector importante del paisaje lingüístico hispalense, aquel específicamente formado para dar cobertura idiomática a los turistas. En resumen, de las lenguas consignadas cabe distinguir entre las ligadas al turismo, las ligadas a la inmigración y las lenguas de la evocación. Por otro lado, la amplitud temática del libro se manifiesta en el interés de la autora por estudiar tanto el léxico y la morfosintaxis de las lenguas examinadas como sus rasgos fonéticos –en el caso del español americano en Sevilla, el seseo como rasgo fónico más frecuente–. No es menos interesante la revelación según la cual la escritura pública en latín da lugar no tanto a la anécdota como a la constatación de la asombrosa pervivencia de signos en esta lengua, normalmente ligados a motivos religiosos o a inscripciones civiles, pero también, incluso, a la rotulación comercial.
Por lo demás, consciente de que la variación es consustancial a todas las lenguas, y asumiendo además la naturaleza efímera de muchos de los signos retratados, la autora opta por la constatación neutral –no personalista ni ideológica– de los hechos observados. Los hechos no son otros que los de la huella de la globalización en la ciudad de Sevilla, de los procesos inmigratorios y de la “porosidad de las fronteras” (p. 277) en un mundo globalmente conectado. En lo que se refiere a la globalización, se comprueba cómo este fenómeno extiende el multilingüismo a favor de las llamadas lenguas globales, internacionales o metropolitanas (inglés, chino, francés, español...). En el caso del inglés, su utilización en la rotulación comercial no es, sorprendentemente, tan sólo informativa y dirigida a los turistas, sino que adopta también una función y un valor simbólico por lo que tiene de expresión de modernidad, de sofisticación o de éxito. En cuanto al fenómeno de la inmigración, se acredita que los migrados transportan con ellos los signos lingüísticos identitarios, y que a veces son alterados por la realidad lingüística local. En este punto es interesante el capítulo dedicado a la comunidad sinohablante de Sevilla, sobre la que se corrobora la paradoja de su invisibilidad social y su visibilidad lingüística. Todo ello convierte la ciudad de Sevilla en un escenario de contacto multilingüe, en un fenomenal texto en cuya redacción intervienen los sevillanos, los inmigrados y los turistas. En todos los casos, si bien se mantienen voces pertenecientes al fondo patrimonial del español hispalense, la influencia extranjera en el léxico consignado es bien patente. El análisis se realiza con una base experimental de centenares de imágenes, tanto del lenguaje escrito en lenguas distintas del español como de las variedades diacrónicas (el español antiguo) y geolectales de esta lengua (el español de Andalucía o el de América). Se trata de un corpus material y lingüístico más que suficiente para caracterizar lingüísticamente la ciudad de Sevilla y medir su grado de multilingüismo. Las cifras son concluyentes. De las veintiocho lenguas consignadas distintas del español (y de familias lingüísticas diversas), el inglés es la preferida, seguida del chino. A mayor distancia les siguen el italiano, el árabe, el latín, el francés, el japonés, el alemán o el ruso.
En el escenario sociolingüístico de Sevilla la lengua escrita a menudo viene expresada de forma parecida a la que también encontramos en el lenguaje hablado, es decir, mediante una escritura libre y espontánea, sin ningún control relativo a su forma o a su contenido. Esto se percibe bien en la lengua española de la inmigración americana, que, al tiempo que deja un testimonio gráfico en los lugares y soportes en los que se presenta y se materializa, permite detectar el origen geográfico de sus autores. A partir de aquí se puede establecer una zonificación o clasificación lingüística del espacio habitado. Esta es la parte más geográfica del libro, no completamente explorada, y que se refiere a tres únicos casos de estudio: El Cerezo en su plaza central, dos calles comerciales del Distrito Casco Antiguo, y el aeropuerto y la zona monumental. Ello pone de manifiesto cómo de la Lingüística puede hacerse una lectura espacial, es decir, el análisis de la manera en que se traduce geográficamente la presencia de unos determinados signos. Sin duda esta lectura enriquece a ambas disciplinas, la Geografía –interesada en la dimensión espacial de los datos recopilados– y la Filología.
En definitiva, Lola Pons Rodríguez ofrece en este libro una aventura científica e intelectual al alcance de todos, sobre el plurilingüismo del espacio urbano de Sevilla y su vitalidad etnolingüística. En este escenario, en el que las llamadas lenguas en contacto yuxtaponen lo alóctono con lo autóctono, se abre la posibilidad de debatir los efectos de esta amalgama en la pérdida de la identidad lingüística de una ciudad que se considera a sí misma genuinamente española. Pero es el mal uso ortográfico de la lengua escrita, y no necesariamente la variedad etnolingüística que trasluce un léxico importado, la causa de la banalización del paisaje lingüístico resultante. En cualquier caso, los problemas identitarios, las tensiones culturales que en este sentido suscita un paisaje plurilingüe, la presumible amenaza de las lenguas internacionales y sus manifestaciones de poder, forman parte de un debate tan antiguo como abierto.
Per Gabriel Alomar Garau
Publicada a Verba. Anuario Galego de Filoloxía, Vol. 41, 2014.
Los nombres de lugar –y la lengua en la que se expresan estos topónimos–, los que el hombre utiliza desde que se comunica con otros hombres para determinar la localización de un lugar en el espacio vivido, y singularizarla mediante un nombre, son una manifestación y un testimonio de la sociedad del momento. Partiendo de esta primera premisa, Lola Pons Rodríguez ha elaborado un retrato de la transformación social de la ciudad de Sevilla mediante el examen analítico de la presencia u omisión de las lenguas del mundo en el espacio público hispalense. Este retrato, esta expresión visible de los signos soportados (semi)estáticamente, es decir, el lenguaje que vemos expuesto en la rotulación de carácter comercial, institucional o conmemorativa, los anuncios particulares, la señalización vial y toponímica oficial, las pintadas, las incisiones no publicitarias y otras tantas formas de expresión escrita pública, se denomina “paisaje lingüístico”. Y es precisamente esta denominación la que atrae la mirada y el interés de aquellos que nos dedicamos no sólo al análisis de los fenómenos que acontecen en el ámbito de la superficie terrestre –la misma toponimia lo hace–, sino, sobre todo, al paisaje y a su riqueza semántica.
El caso es que el concepto de paisaje, desde un punto de vista semántico, se ha ampliado sustancialmente de un tiempo a esta parte. Su origen está vinculado al arte, y fue con la llegada de la pintura romántica que se instauró un género específico, el de la pintura de paisajes. El mismo vocablo aparece tardíamente en la lengua castellana, cuyo primer diccionario de la Real Academia Española, el Diccionario de Autoridades publicado entre los años 1726 y 1739, recoge la siguiente y única definición referida al “paisage”: “Pedazo de país en la pintura”. De esta manera, el paisaje se concebía entonces como la representación artística de una parte del territorio. Esta concepción no sólo ha sido ampliada o superada, sino que se ha sofisticado, si se me permite la expresión, hasta el punto de que el paisaje se concibe en la actualidad como un constructo o elaboración mental y sensorial que hace cada observador cuando encara un determinado escenario. Todavía más, este escenario no se reduce a la parte visible del territorio observado –lo que se viene a llamar paisaje propiamente dicho–, sino que es susceptible de incluir su parte sonora –se habla entonces de paisaje sonoro–, su parte gustativa –paisaje gastronómico– y tantas partes como se convenga. Por esta misma fórmula, la naturaleza, el medio, constituye sólo el elemento físico, que el hombre sublima y convierte en una entidad estética y emocional que llamamos, ahora sí, paisaje. En un sentido amplio, por tanto, la noción de paisaje apunta a los sentidos y a la emoción humana, y es muy interesante la observación según la cual nuestra percepción o representación mental del espacio y de la realidad misma está inducida por el arte, circunstancia a la que Alain Roger se refirió en su día con el nombre de “artialización”. Por último, no cabe duda de que esta percepción sublimada de la realidad física es fundamentalmente cultural –la cultura de cada época–, ya que, en palabras de Javier Maderuelo (2003: 119), nuestra mirada “es el fruto de la acumulación y decantación de experiencias visuales que pasan por la contemplación de múltiples fenómenos nuevos, anteriormente inexistentes”.
A partir de estas consideraciones, y en el caso de este libro, la idea del paisaje lingüístico pretende dar cuenta del uso social del lenguaje aplicado a la toponimia urbana de Sevilla, y de la imagen que proyecta en nosotros ese uso –de ahí la idea de “paisaje”–. En palabras de su autora, las que mejor definen su objetivo, el libro “es una obra sobre sociolingüística urbana, conciencia lingüística y lingüística de la migración en la que se cuantifican, describen y explican las lenguas distintas del español y variedades distintas del estándar que pueden encontrarse en Sevilla” (www.nosolodeyod.com/2013/02/el-paisaje-linguistico-de-sevilla.html). La prospección visual del territorio con la finalidad de obtener una base de datos del lenguaje escrito en el variado escenario urbano no es nueva. Sin embargo, la novedad del trabajo de Lola Pons Rodríguez reside no sólo en la extensión territorial de los datos recogidos –los once distritos administrativos de la ciudad hispalense al completo–, sino también en su gran interés metodológico. De hecho, el libro aporta un esquema de trabajo susceptible de ser aplicado a otros ámbitos urbanos de España y de la América de habla española.
El ámbito temporal escogido es el del año 2010, y el ámbito espacial, como se ha dicho, el de la ciudad de Sevilla, un territorio en el que las formas escritas del español histórico conviven con voces de otros idiomas. Esta coexistencia se debe, por una parte, a la presión demográfica que soporta Sevilla, cuarto municipio español en número de habitantes –poco más de 700.000, según datos del año 2012–, de los que una fracción significativa es población inmigrada. Por otra parte, se debe a la huella económica del sector de los servicios, orientados básicamente a la demanda turística. El turismo, de hecho, se erige como origen y final de un sector importante del paisaje lingüístico hispalense, aquel específicamente formado para dar cobertura idiomática a los turistas. En resumen, de las lenguas consignadas cabe distinguir entre las ligadas al turismo, las ligadas a la inmigración y las lenguas de la evocación. Por otro lado, la amplitud temática del libro se manifiesta en el interés de la autora por estudiar tanto el léxico y la morfosintaxis de las lenguas examinadas como sus rasgos fonéticos –en el caso del español americano en Sevilla, el seseo como rasgo fónico más frecuente–. No es menos interesante la revelación según la cual la escritura pública en latín da lugar no tanto a la anécdota como a la constatación de la asombrosa pervivencia de signos en esta lengua, normalmente ligados a motivos religiosos o a inscripciones civiles, pero también, incluso, a la rotulación comercial.
Por lo demás, consciente de que la variación es consustancial a todas las lenguas, y asumiendo además la naturaleza efímera de muchos de los signos retratados, la autora opta por la constatación neutral –no personalista ni ideológica– de los hechos observados. Los hechos no son otros que los de la huella de la globalización en la ciudad de Sevilla, de los procesos inmigratorios y de la “porosidad de las fronteras” (p. 277) en un mundo globalmente conectado. En lo que se refiere a la globalización, se comprueba cómo este fenómeno extiende el multilingüismo a favor de las llamadas lenguas globales, internacionales o metropolitanas (inglés, chino, francés, español...). En el caso del inglés, su utilización en la rotulación comercial no es, sorprendentemente, tan sólo informativa y dirigida a los turistas, sino que adopta también una función y un valor simbólico por lo que tiene de expresión de modernidad, de sofisticación o de éxito. En cuanto al fenómeno de la inmigración, se acredita que los migrados transportan con ellos los signos lingüísticos identitarios, y que a veces son alterados por la realidad lingüística local. En este punto es interesante el capítulo dedicado a la comunidad sinohablante de Sevilla, sobre la que se corrobora la paradoja de su invisibilidad social y su visibilidad lingüística. Todo ello convierte la ciudad de Sevilla en un escenario de contacto multilingüe, en un fenomenal texto en cuya redacción intervienen los sevillanos, los inmigrados y los turistas. En todos los casos, si bien se mantienen voces pertenecientes al fondo patrimonial del español hispalense, la influencia extranjera en el léxico consignado es bien patente. El análisis se realiza con una base experimental de centenares de imágenes, tanto del lenguaje escrito en lenguas distintas del español como de las variedades diacrónicas (el español antiguo) y geolectales de esta lengua (el español de Andalucía o el de América). Se trata de un corpus material y lingüístico más que suficiente para caracterizar lingüísticamente la ciudad de Sevilla y medir su grado de multilingüismo. Las cifras son concluyentes. De las veintiocho lenguas consignadas distintas del español (y de familias lingüísticas diversas), el inglés es la preferida, seguida del chino. A mayor distancia les siguen el italiano, el árabe, el latín, el francés, el japonés, el alemán o el ruso.
En el escenario sociolingüístico de Sevilla la lengua escrita a menudo viene expresada de forma parecida a la que también encontramos en el lenguaje hablado, es decir, mediante una escritura libre y espontánea, sin ningún control relativo a su forma o a su contenido. Esto se percibe bien en la lengua española de la inmigración americana, que, al tiempo que deja un testimonio gráfico en los lugares y soportes en los que se presenta y se materializa, permite detectar el origen geográfico de sus autores. A partir de aquí se puede establecer una zonificación o clasificación lingüística del espacio habitado. Esta es la parte más geográfica del libro, no completamente explorada, y que se refiere a tres únicos casos de estudio: El Cerezo en su plaza central, dos calles comerciales del Distrito Casco Antiguo, y el aeropuerto y la zona monumental. Ello pone de manifiesto cómo de la Lingüística puede hacerse una lectura espacial, es decir, el análisis de la manera en que se traduce geográficamente la presencia de unos determinados signos. Sin duda esta lectura enriquece a ambas disciplinas, la Geografía –interesada en la dimensión espacial de los datos recopilados– y la Filología.
En definitiva, Lola Pons Rodríguez ofrece en este libro una aventura científica e intelectual al alcance de todos, sobre el plurilingüismo del espacio urbano de Sevilla y su vitalidad etnolingüística. En este escenario, en el que las llamadas lenguas en contacto yuxtaponen lo alóctono con lo autóctono, se abre la posibilidad de debatir los efectos de esta amalgama en la pérdida de la identidad lingüística de una ciudad que se considera a sí misma genuinamente española. Pero es el mal uso ortográfico de la lengua escrita, y no necesariamente la variedad etnolingüística que trasluce un léxico importado, la causa de la banalización del paisaje lingüístico resultante. En cualquier caso, los problemas identitarios, las tensiones culturales que en este sentido suscita un paisaje plurilingüe, la presumible amenaza de las lenguas internacionales y sus manifestaciones de poder, forman parte de un debate tan antiguo como abierto.